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Espejo de desamparos

Jorge Pech Casanova

Quizá el rostro más distintivo de la ciudad es el de los jóvenes que viven y mueren en la calle. La grandilocuencia de la arquitectura, el verdor de los parques, la sencillez de los suburbios son, sin duda, caras más risueñas de la urbe, pero no encarnan la íntima sustancia de los espacios citadinos: la soledad fundamental del ser humano en un entorno edificado con cemento, smog y tóxicos, con falta de solidaridad y sensibilidad. En ese desamor sobreviven los muchachos de la calle, habitando los sitios inhabitables, defendiendo su humanidad bajo el estruendo de un puente que los asila y expone a la basura del día. Sobre la calzada Porfirio Díaz de la ciudad de Oaxaca, en el crucero más transitado, cruza un puente que salva el río convertido en cloaca. Hasta allá, bajo el puente, no llega la mirada de los ciudadanos. Todos se quedan con el tráfago de los automóviles, con la irritación que los semáforos y los camiones acumulan, con los gritos de los periodiqueros y los servicios no deseados de los lava-parabrisas. Todo transcurre sobre el puente a la vista e impaciencia de la ciudad. Pero hacia abajo, por donde cruza el río maloliente cargado con los desechos que produce la ostentosa y rural población de San Felipe del Agua y otras colonias, casi nadie quiere dirigir los ojos. Observar lo que duele, incomoda o repugna, ¿para qué? Abajo del puente sólo hay jovencitos sin hogar, muchachitas condenadas a la calle. Allí abajo no hay nadie, sólo la miseria, dicen los que corren por el asfalto para llegar a sus hogares.

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