YUKU. MUSEO DE LOS PINTORES DE OAXACA

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De geografías múltiples

Un acercamiento a la muestra YUKU, de Rame Cuen

 

[…] y que nuestros amores sean como los de la avispa y la orquídea.

Gilles Deleuze o Félix Guattari

 

A través de la indagación en el archivo y en el campo expandido de la producción de imágenes fotográficas, Rame Cuen nos propone que el abordaje al pasado siempre es un ejercicio de agencement desde el presente. Cada pieza –como lo quieren Deleuze y Guattari— se debe de leer como un agente que comparte información a diferentes niveles. En este intercambio cada agente deviene y no queda con un territorio fijo, padece por su propia movilidad. La propuesta expositiva YUKU (2021) –así, en mayúsculas y con ”k”, en lugar de “c”— opera como una maquinaria, con engranajes conceptuales que se acoplan entre cada una de las piezas que la constituyen. Funciona como un conjunto de máquinas trabajando en tiempos diferenciados, en deslinde, abriendo y cerrando sus fronteras, en una segmentación fluida, ofreciendo su territorio en favor de otro, desterritorializarse. Imaginemos una escena en la que se juntan gotas de mercurio, así comparten territorio estas piezas. Ahora veamos este mismo acto a través de un caleidoscopio. Después, empecemos la escena en diferentes momentos en cada uno de los recuadros. Enfocamos unos, cambiamos de escala otros. Ahora, alterémosles la velocidad, vamos a dejar unas iguales, otras más veloces, otras más lentas. Así funciona YUKU.

 

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En este tráfico entre agentes, la relación con la historia de Tutupec, su toponimia originaria, la visión del conquistado y su silenciamiento, crean tanto redes de participación como líneas de fuga, cambian de intensidad, rearticulan sus linderos, reformulan sus cualidades. Una pieza nos puede parecer clara y cerrada en un momento, pero al desplazarse para dialogar con otra, se desdibuja.

 

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Una de las máquinas conceptuales de YUKU se articula como una instalación de cuatro letras volumétricas realizadas en acrílico negro, con el frente acoplado a diente a sus costados y con la cicatriz del ensamble expuesta. A manera de un rompecabezas tridimensional, cada letra se puede montar y desmontar. Estas letras-contenedores están huecas y no tienen fondo. Las láminas del despiece también forman parte de la obra. Recostadas en la sala, se observan en ellas las marcas de corte, las partes caladas y su nomenclatura, así como las instrucciones de ensamblaje. Una invitación para que el público reactive la pieza a su antojo. Pero las intenciones de interactividad van mucho más lejos todavía. Cuen problematiza el fenómeno de la colonización, no con violencia frontal, sino que explora la del tipo que es prácticamente imperceptible, la que se da debajo la superficie de la palabra, en la infralevedad, la que se extiende en las raíces del lenguaje mismo y convierte al público en cómplice.

 

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La narratividad de esta maquinaria se activa con la aliteración de la voz mixteca yucu. Aunque este ajuste ortográfico no pretende desmontar el uso de la palabra como nomenclatura de un espacio geográfico concreto, sí pone sobre la mesa un par de cuestiones. Yucu, da nombre al “monte”, designa, pero YUKU, no ¿o es el caso en el que la homofonía no trasciende significativamente? ¿Sucede esto porque no es una palabra nativa del castellano? Con apenas el cambio de una letra, Cuen identifica la dismorfia conceptual y metafórica que han desarrollado los topónimos acuñados en lenguas originarias. Nombres que nos han llegado en forma escrita y, por lo tanto, ya han sido sometidos a una serie de estructuras que han desvirtuado su realidad primordial.

 

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En otro momento de YUKU, se exponen a vitrina una serie de las postales que forman parte de la colección familiar del artista. Impresos que presentan los “tipos raciales” de la costa oaxaqueña, paisajes exóticos o momentos de viajes familiares, todas ellas imágenes vedadas para el público, umbrales. Con el gesto de silenciar al primer observador de la escena o el retrato, al fotógrafo –arduo trabajo para un militante de la imagen—, lo que ofrece Cuen es el envés íntimo. Una imagen vale más que mil palabras, reza el adagio; sin embargo, no es lo que se nos está ofreciendo. En cambio, las postales volteadas exponen el pulso del viajero –literalmente—, los manuscritos, el registro sentimental de un extraño. Las palabras operan como un sistema de mapeo para reconfigurar la imagen. Por lo menos en algunas de sus capas de sentido. El tiempo, la trayectoria, el viaje, son una serie de engranes que proveen información, pero que, como una figura nómade, siempre deviene. Sus movimientos son trazos activos y la cartografía es una de las posibilidades para establecer rutas que nos apoyen para re-construir y fijar la imagen perdida.

 

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La información fluye y el público recorre el espacio cruzando umbrales de intensidad. La territorialidad, que hace referencia a una configuración abstracta, es una metáfora para designar el espacio en el que se producen los movimientos del pensamiento. Como en el caso de “monte”, “isla” o “cuerpo de agua”, estas designaciones corresponden a una manera de singularizar o valorar el entorno. También la interconectividad que se extiende, del repertorio de percepciones del espacio geográfico al sentido religioso que pueda tener el acto de nombrar el sitio. Auténticos paisajes culturales. El soporte formal será la extracción del resultado de arrancar las postales del álbum de páginas de cartoncillo negro. Los vestigios del acontecimiento se extraen, se transforman en nuevas geografías.

 

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Aquí se activa otra narrativa. Recordemos “la isla”, aquella que nombra a lo distante e ideal, ese territorio que nos proporcionó Tomás Moro y que en su toponimia originaria inauguró la utopía. Utopía es un neologismo compuesto por la preposición griega negativa ou y por el sustantivo topos, que significa “lugar”. Lo que intenta articular el pensador inglés es un concepto de “no-lugar” o “un lugar que no está”. El gesto de desgarro de las postales, su vinculación con el pasado nos dice que éste –el tiempo que se ha ido— es un lugar que no existe, pero es un lugar y solo es posible a través de su cartografía. Cuando Moro, en 1518, en Flandes, escribió la segunda parte de su novela, esa que da cuenta pormenorizada de cómo se organiza la maravillosa isla, sucedió un accidente, un traslado de grafías que abrió otro territorio, una aliteración. La edición de Bâle aparece con el título de Eutopía. Este segundo neologismo ocupa ahora el prefijo eu, que significa tanto “feliz” como “bueno”. Entonces Eutopía sígnica “el buen lugar”, el “lugar feliz”, y las islas del pasado comparten también estas cualidades.

 

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En la penumbra de la sala en la que se muestra YUKU, entre los deslices a islas ficticias, el ruido blanco de los tiempos gramaticales, interferencias de nombres primeros y segundos, vedas, limitaciones idiomáticas, “significados” de los “mensajes” de lo que se nos transmite como impresiones sensoriales, sobre todo este tráfico de información y diálogos a voz en cuello, reina Itzpapalotl, diosa de la luna, soberana del cielo nocturno, Mariposa-alas-de-obsidiana. Ella es quien acompañó a los primordiales en su nacimiento, les dio su lengua, organizó su mundo y –como un testigo wittgensteiniano—, todavía verifica lo que pertenece a esta realidad.

 

  Efraín Velasco, 2021

CUEN